Aquella mañana Paquita se levantó de un humor de perros. Como suele ocurrir, su estado de ánimo fue contagiando todo lo que hacía: se le quemaron las tostadas, el café sabía a rayos, y cuando estaba en el ascensor, se hizo una carrera en la media. El resto del día transcurrió de la misma manera, y la pobre Paquita se subía por las paredes. Le dolía terriblemente el cuello, sus pobres cervicales almacenaban toda la tensión de la jornada. Paquita se preguntaba qué podría hacer para salir del oscuro tobogán que la llevaba a la depresión. Cuando salió de la oficina, tuvo una idea: Entró en unos grandes almacenes y se compró un látigo. En cuanto lo tuvo entre sus manos, se sintió mucho más relajada, y no pudo evitar pensar: “¿A ver si va a ser que he nacido yo para esto?”. Cuando Paquita volvió a casa aquella tarde, encontró a su esposo Pepín recién salido de la ducha, con el pelo húmedo y tan encantador como siempre. Paquita le dijo: –Pepín, he tenido un día espantoso. Una pesadilla de h...