Si una noche de invierno una niña...
Adalaura sale del armario
Varios factores han de ser tenidos en cuenta para poder comprender la extraña experiencia de Adalaura al cerrar la puerta del armario. El primero, y tal vez fundamental, es la escasa capacidad de atención de la muchacha para cualquier cosa que no fuera ponible, bebible o comestible, incluyendo a los hombres en cualquiera de los tres apartados. Este primer factor, llámese distracción o simplemente oligofrenia, resultó fundamental, pues hizo que la chiquilla no reparase en una serie de indicios que le podían haber indicado que algo muy serio estaba pasando en su pequeño y coqueto despacho.
El primer indicio que Adalaura tendría que haber detectado estaba en la puerta del ya a estas alturas famoso armario. Una inspección ocular no muy detallada habría revelado que el picaporte exterior de la puerta no solo no coincidía con el interior en cuanto a posición, sino que su forma era completamente distinta. El manubrio externo era dorado, recargado y cursi, con forma de picaporte, mientras que el interior era plateado, sencillo y con forma de pomo. Uno y otro estaban situados, además, a un palmo de distancia. Tenía, además, el pomo interior, unas curiosas marcas a su alrededor, que podían pasar por simples manchas por rozadura, pero que, en una inspección más rigurosa revelaban al observador su naturaleza de marcas de posición. ¿Un pomo de puerta con tres posiciones? ¿No tenía Adalaura motivos para estar alerta?
Otra cuestión que se revelará trascendental es el extraño aparato con tres timbres que había sobre la mesa del despacho. Uno estaba claramente señalizado con la palabra "puerta", pero, ¿y los otros dos? ¿Dos timbres anónimos? ¿En qué pensaba Adalaura, por dios? Cualquier persona con una memoria algo superior a la de un rodaballo al horno recordaría el funesto precedente de los timbres sin identificar en la mercería "RosyPili", de Villabrágimas de los Infantados, en la provincia de Boston, cuya torpe y descuidada manipulación provocó varios cataclismos interplanetarios que causaron la extinción de al menos tres especies de insectos himenópteros en América del Sur, causando la lógica alarma social. Pero nuestra saladísima detective no tenía cuerpo para estar pensando en bichos extintos, e ignoró esta clarísima advertencia del destino. Otra torpeza de incalculables consecuencias.
Por último, si nuestra escultural protagonista hubiera tenido ojos para algo más que para el respingón trasero del garrido mozo que le había colocado la placa al lado de la puerta, habría podido tal vez detectar un extraño brillo en sus ojos, un cierto ademán de sabiduría que indicaba que el galán no era tan solo un modesto operario con un cuerpo de infarto. Pero no, Adalaura no estaba para fijarse en esas sutilezas, y se conformaba con fijarse en las proporciones, nada sutiles, de la entrepierna del muchacho. Al lado de una puerta espacio-temporal siempre hay un guía, un demiurgo, un operario de belleza clásica y romántica apostura, dispuesto a socorrer a las bellas damas que se aventuran en el mundo de las n dimensiones. Estaba claro que la identificación de guías espacio-temporales tampoco era una de las habilidades desarrolladas por Adalaura, y así le iba a la muchacha, a su edad, metida en un armario y sin saber a qué dimensión se iba a enfrentar al salir.
Adalaura no tenía experiencia alguna en viajes multidimensionales, y salió del armario haciendo grandes aspavientos, esperando caer por abismos de insondable negrura, pero lo que se encontró no pudo desconcertarla más: estaba en la entrada de su despacho, como si nada hubiera sucedido. Todo parecía igual que siempre. "Mira, después de todo igual llego a la cita con la modista", pensó Adalaura, mientras regresaba por el pasillo. Tampoco en su oficina notó ningún cambio, lo que acabó de convencerla de que lo que ella había identificado como un salto en el espacio-tiempo no había sido más que un efecto combinado del whisky y del jarabe para la tos del que había estado abusando últimamente. Volviendo a su ser estaba la moza cuando, de pronto, creyó experimentar un místico arrebato. Parecía como si coros de querubines y serafines, sabiamente dirigidos por arcángeles y secundados por toda la corte celestial estuvieran interpretando la más dulce y arrebatadora melodía. Cuando se estaba seriamente planteando cambiar de vida y profesar en algún convento local para llevar una vida de austero misticismo, oyó unos pasos por el pasillo, y a duras penas tuvo tiempo de comprender que algo extraño le ocurría al timbre de Hermafrodante, y de que, como de costumbre, tenía el codo sobre el pulsador de marras, con lo que había abierto la puerta sin darse cuenta. No se esperaba una aparición tan inesperada como la de Funchi Salamber, eso no pasaba dos veces en un día sin que mediaran exclusivas y revistas, pero, por si acaso, se aplicó el consabido retoque: labios, escote, sonrisa, y esperó a que su visitante hiciera acto de presencia.
Efectivamente, la aparición no le resultó a la inefable detective tan dramática como había sido la de Funchi, pues se trataba del comestible mozo que le había colocado la placa al lado de la puerta. Y lo que no se esperaba Adalaura en absoluto fue lo que el muchacho le dijo en cuanto entró en el despacho.
–Buenas, señorita. Vengo a colocarle la placa que encargó.
El silencio de Adalaura se pudo escuchar, cortar, masticar e incluso digerir en varias millas a la redonda. Intentando respirar muy despacio y que no se le notase el tembleque en la voz ni la carrera en la media que se acababa de descubrir, respondió con serena voz de contralto:
–¿La placa? Pero si está colocada desde ayer.
–No puede estar colocada desde ayer, si la traigo hoy– respondió el operario, buscando rápidamente en la apariencia de Adalaura indicios de consumo de drogas alucinógenas.
–Pero si estuviste tú mismo, y acabamos discutiendo porque está mal escrita, no me vuelvas loca, chaval, que no tengo el día.
–Señorita, debería usted dejar de desayunar gin-tonics, los estragos de una vida ahogada en alcohol empiezan a ser detectables en su errático comportamiento– sentenció, el chaval, que se estaba sacando el título de psicólogo en la Universidad a Distancia.
–Mira, nene, por muy macizo que estés, no ha nacido el operario que me llame loca, así que vamos a ver la placa dichosa, no vaya a ser que acabe convertida en tu almuerzo– se cabreó como una mona la en general elegantísima Adalaura.
Salió como una furia por el pasillo, seguida por el adonis de clase obrera, cada uno intentando hacerse oír por encima del otro. Pero cuando llegaron a la puerta exterior del despacho, Adalaura se quedó estupefacta: allí, efectivamente, no había ninguna placa.
–¿Se convence ahora, señorita, de que no hay ninguna placa?– dijo el mozo–. Venga, siéntese un ratito mientras yo le coloco la placa ésta, que ya verá qué bien le va a quedar el despacho ahora– continuó el chico en un tono paternalista francamente repugnante.
“¿Será verdad que me he vuelto loca y ayer no viví lo que creí haber vivido?”, pensó Adalaura mientras el obrero se dedicaba a sus labores. “Entonces, la visita de Funchi ¿también ha sido una alucinación? ¿Será una alucinación mi cita con la modista? Pues a ver qué hago yo ahora, sin nada que ponerme.”
Absorta como estaba Adalaura, no se dio cuenta de que el chico, que por cierto llevaba una plaquita en la que se leía “Roberto”, por lo que dedujo que ese era su nombre, había terminado el trabajo y le estaba diciendo que se acercase a comprobar cómo había quedado.
La pobre Adalaura se quedó petrificada cuando leyó el texto que figuraba en la placa:
“Adalaura Sánchez y Sánchez,
Detectibe Pribado”.
La niña del exorcista hubiera pasado por un angelical personaje de Disney al lado de la detective en ese momento. Con voz estrangulada, solo alcanzó a decir:
–No puede ser, esta no es la placa. Dios mío, va a ser verdad lo que sospechaba, ¡estoy en otra dimensión!
–Pues menos mal que te has dado cuenta– replicó Roberto, el operario, que no tenía paciencia con las heroínas descolocadas–. Tranquila, Adalaura, estoy aquí para ayudarte, yo seré tu apoyo en esta realidad.
–¿Tú?– volvió en sí Adalaura–. No te ofendas, monín, pero como guía interdimensional lo mínimo que se puede esperar es algún ser luminoso y sabio, y tú, francamente, tienes cuerpazo, pero de luz y de sabiduría no sé yo cómo andas– verduleó Adalaura, muy en plan chica de la calle.
–La magnitud de mi cuerpo y la densidad de mis músculos son legendarios, bella Adalaura, pero esa no es la cuestión– sentenció el dulce Roberto con gesto decidido–. Lo importante ahora es que tomes conciencia de tu situación y de las implicaciones que presenta el salto espaciotemporal que acabas de realizar. Dime, muchacha, ¿cuál es tu misión?
–¿Mi misión? ¿Mi misión? ¿Pero qué misión voy a tener yo, como una pobre mujer?– se desesperó Adalaura.
–Bueno, tú sabrás– respondió el galán–, pero normalmente nadie emprende un viaje de estas características sin una misión muy concreta. ¿No creerás que la gente va saltando alegremente de dimensión en dimensión como si no tuviera otra cosa que hacer?
–Por suerte, lo que haga la gente no es de mi incumbencia– se puso muy digna Adalaura–. Yo solo sé que estaba en mi despacho, tan feliz de la vida, que entré un momento en el armario de la entrada, y que cuando salí me encontré con que estaba en una desconcertante realidad que me es ajena, y que no acierto a comprender en su totalidad.
–Qué labia tienes, bandida– le salió el ramalazo castizo a Roberto–. Total, que si el viaje lo has realizado por accidente al entrar y salir del armario, es evidente que es ahí donde está el quid de la cuestión, y que tendremos que investigarlo a fondo.
–No irás a decirme que he cruzado el universo para ponerme a investigar un armario, hermoso Roberto de mirada noble y nalgas poderosas– se puso poética Adalaura, lamentando que el apuesto demiurgo mostrase más interés en investigar un armario que en investigarla a ella.
–Seamos sensatos, Adalaura– proclamó Roberto, apartando la juguetona mano de la muchacha, empeñada en revolotear por diversas partes de su masculina anatomía–. Si el portal interdimensional se ha abierto por accidente, el mundo entero que conocemos está en peligro, y nuestro deber es salvarlo.
–Todo eso está muy bien, pero no sé cómo vamos a salvar a nadie tú y yo– repuso Adalaura–. Propongo que, mientras se nos ocurre cómo salvar el mundo, entretengamos los ratos perdidos con algún pasatiempo inocente, como gozar de nuestros cuerpos en una vorágine de voluptuosidad y lujuria.
–Pues no, extraña e insistente mujer– se defendió Roberto–, lo que tenemos que hacer es guardar el portal para evitar que nadie más lo cruce por accidente y se pierda como te perdiste tú, aunque me da la sensación de que tú venías ya perdida de casa antes de meterte en el armario.
–Pero entonces– cayó en la cuenta Adalaura– quienes hayan entrado en el armario antes que yo también han debido aparecer en esta dimensión.
–¿Ha cruzado alguien antes que tú?
–Pues bueno, no sé si han cruzado a ningún sitio, pero antes que yo, por error en ambos casos, se metieron en el armario dos personas: Hermafrodante, mi decorador, y Funchi Salamber, mi clienta.
–Adalaura, qué escalofrío, qué negro presagio, qué oscuro panorama de complicaciones cósmicas estoy entreviendo– dramatizó con convicción Roberto.
–Pero no puede ser, a los dos los escuché volver a salir del armario a los pocos momentos…¿Por qué pones esa cara de horror que tanto te afea, hermoso Roberto?
–¿No comprendes, bella y alocada muchacha, que a quienes tú escuchaste salir del armario no eran tu decorador ni tu cliente de absurdos nombres, sino sus contrapartes en otras dimensiones?– explicó, horrorizado, Roberto–. No sabemos en qué dimensión están, solo sabemos que no están en esta o yo les hubiera visto llegar, ni siquiera sabemos si están en el mismo universo o cada uno ha ido a parar a un rincón distinto del espacio/tiempo.
–Pero eso quiere decir que Hermafrodante y Funchi están perdidos en dimensiones desconocidas, y además, que en mi dimensión original se han colado una Funchi y un Hermafrodante provenientes de quién sabe qué universos de pesadilla.
–¿Te das cuenta ahora de por qué un revolcón estaría fuera de lugar, Adalaura deliciosa?– preguntó Roberto.
–Es la primera vez que me rechazan por cuestiones cósmicas– se dio cuenta Adalaura–, y, francamente, espero que sea la última.
–Tenemos que trazar un plan...
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