Nuevas aventuras sadomasoquistas de Paquita y Pepín

UN DÍA EN EL PARQUE
Era un hermoso día de primavera en el parque de la ciudad. Todo el mundo se sentía de buen humor, con ganas de pasear, charlar y sonreír, el famoso síndrome del anuncio televisivo. El caso es que las autoridades habían habilitado un rincón del parque para que los amos pudieran dejar a sus esclavos aparcados y tener un rato libre para charlar de sus dominaciones. Los amos, además, llevados del espíritu primaveral, habían tenido un gesto de (innecesaria) generosidad, y habían permitido a los esclavos charlar un poco entre ellos, y allí estaban todos, la mar de animados, comentando las diversas torturas a las que sus amos les sometían.
Todos estaban convencidos de que sus respectivos amos eran los mejores, y no escatimaban adjetivos para ensalzar la gracia con la que manejaban los látigos, por ejemplo, o la pericia con la que les ataban en las más incómodas posturas. En estos y otros animados coloquios pasaban la mañana, cuando de pronto nuestro querido Pepín dijo:
– ...Y además de todas las maravillas que os he contado de mi adorada Ama Paquita, no veáis lo bien que me humilla. Me humilla estupendamente, vamos. No pierde ninguna ocasión, y hace gala de un ingenio que eleva mi adoración a niveles estratosféricos.
Pepín tomó aliento y preguntó:
– Y a vosotros, ¿qué tal os humillan?
Menudo guirigay se organizó entonces. Todos aseguraban que sus amos eran los mejores en la humillación, y contaban los más variados episodios en los que habían sido humillados hasta extremos casi inconcebibles. Pero había alguien que no decía nada, con la cabeza inclinada en melancólico gesto. Era rosita, la fiel esclava de Ama Alejandra. Cuando el alboroto de los esclavos humillados cedió un poco, Pepín se acercó a ella y le dijo:
– Estás muy callada, rosita. ¿Te ocurre algo?
– Ay, Pepín, no sé cómo decir esto. No quisiera parecer una esclava orgullosa o desobediente. Bien sabe el cielo que mi Ama es única blandiendo el látigo y la fusta, y que su arte con las cadenas no tiene igual. Con increíble habilidad maneja cuerdas y pinzas, y la cera fundida no tiene secretos para ella. Pero tengo que reconocer con profundo pesar que mi Ama Alejandra no me humilla nada bien.
– ¿No te humilla tu Ama? – corearon los esclavos, horrorizados.
– Pues no, no me humilla prácticamente nada.
El silencio se abatió sobre el coro de esclavos, mientras una lágrima se deslizaba por la encantadora mejilla de la apesadumbrada rosita.
– Chica, qué horror– murmuró el esclavo pablo, pensando en las terribles humillaciones a las que le sometía su Amo , y compadeciéndose sinceramente de la pobre rosita.
El escándalo que habían organizado los esclavos atrajo inmediatamente la atención de los Amos, que se apresuraron a acercarse a ver qué pasaba allí.
– A ver, ¿qué pasa aquí?– inquirieron con cara de pocos amigos.
– No es nada, Señoras y Señores Amas y Amos – dijo Pepín, demostrando una vez más que la humildad en la expresión no está reñida con la corrección política.
– ¿Cómo que nada? – Dijo Paquita. – A ver, explícate inmediatamente, Pepín.
– Estábamos aquí comentando cosas de esclavos, mi Señora,– dijo el zalamero Pepín– y no hemos podido evitar el horrorizarnos levemente cuando rosita nos ha comentado que su Ama no la humilla prácticamente nada.
El silencio más absoluto reinó en el parque. Hasta las avecillas canoras interrumpieron su canto para no perder detalle. Todos miraron acusadoramente al Ama Alejandra.
– Es que yo no creo en la humillación, francamente. Creo en la comunicación entre los Amos y los esclavos, que establecen así una comunión espiritual…
– Mira, bonita, no nos cuentes películas – dijo, indignada Paquita. – A ti lo que te pasa es que eres una hippie.
– ¿Hippie yo? ¿Hippie yo?– gritaba como una posesa el Ama Alejandra. – ¡Esto es lo que me faltaba! ¡Cuidado con lo que dices, Paquita, que no ha nacido quién!
El Ama Alejandra acompañaba su discurso con grandes aspavientos, y en uno de los graciosos molinillos que describía con los brazos, algo cayó de un bolsillo interior del apretado arnés de cuero que vestía. Un foulard de flores formaba una especie de hatillo, que se abrió al caer, esparciendo por el suelo del parque su contenido: una barrita de incienso, un disco de Peter, Paul and Mary, y un ejemplar de Siddharta de Hesse.
La que se organizó no está en los escritos. La vergüenza impedía hablar al Ama Alejandra, que se perdió para siempre en la inmensidad del parque, dando gritos acerca de hacer el amor y no la guerra, lo que fue considerado de pésimo gusto por todos los que la oyeron. Cuando las cosas se calmaron un poco, los Amos llegaron a la conclusión de que el enemigo puede estar escondido en cualquier parte, y decidieron castigar duramente a sus esclavos, por si acaso.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me gustaría poder asistir a la próxima reunión de esclavos y disertarles largamente sobre lo que es la verdadera humillación.