Las niñas peligrosas

El demiurgo tiene un plan.

Roberto se dio cuenta de que antes de poder diseñar ningún plan era necesario que Adalaura tomase conciencia exhaustiva de la situación y de todas sus implicaciones. También se dio cuenta de que no iba a ser fácil: Adalaura era una chica dotada de un gran encanto, pero, por decirlo suavemente, los dioses no la habían llamado por el camino de la inteligencia. De modo que decidió saltarse todo el fundamento físico teórico de los saltos interdimensionales, y pasar directamente a la praxis. Adalaura, al oír esto, confundió la praxis con el coxis, y creyó que por fin el bello Roberto iba a sucumbir a sus encantos. Por suerte para nuestro encantador demiurgo, Adalaura decidió que tenía que retocarse un poco para la ocasión; por suerte para ella siempre llevaba encima un pequeño neceser con lo indispensable, lo que dio al galán casi tres horas de tregua en la que empezar a diseñar estrategias para los terribles acontecimientos que podían ocurrir en cualquier momento. 

Para cuando la muchacha, pintada como un coche, estuvo lista, Roberto ya había esbozado un plan. El apuesto mozo explicó a la infatigable detective que existía un mapa de los universos posibles e imposibles, y que incluso se rumoreaba que se podía llegar a controlar todo el mecanismo de los saltos espacio/temporales. Claro que nadie lo había conseguido jamás, y que todos los que lo habían intentado habían sufrido horribles destinos llenos de sufrimiento y dolor. Pero claro, para una intrépida como Adalaura, esto no supondría obstáculo alguno, y sin duda se convertiría en la primera heroína intergaláctica capaz de poner orden en el cambiante universo polimorfo de las puertas cósmicas. Por suerte, Adalaura no prestó la más mínima atención a las palabras del macizo, preocupada porque la habitación había comenzado a rezumar agua por todas las paredes. Cuando Roberto empezó a hablar se empezó a notar un olor a humedad en la habitación, y para cuando terminó su alocución, los pies de los dos literalmente chapoteaban.

–No quisiera que pensaras que no me interesa lo que me estás contando– le interrumpió Adalaura con gesto simpático–. La verdad es que no me interesa un pimiento, pero no quisiera que lo pensaras– continuó la chiquilla–. Además, no sé en virtud de qué fenómeno cuántico, en breves momentos podremos celebrar campeonatos de natación por el pasillo.

–Por lo que yo sé, lo del agua llenando el despacho es un efecto especial instalado por el decorador– explicó Roberto–. ¿En tu universo tu decorador no te habrá instalado algo parecido?

–Pues sí, ahora que lo mencionas, nada menos que una máquina de humo para evocar el ambiente decadente de las películas de detectives.

–Bien, pues Hermoafricante, el decorador de este universo, ha instalado una piscina en el despacho para que nuestra Adalaura pueda hacer coreografías acuáticas entre caso y caso. Con delfines y todo, no te digo más. 

–Espera un momento– le atajó Adalaura–. A ver, en mi universo mi decorador se llama Hermafrodante, me ha instalado una máquina de humo, un timbre que suena como si las puertas del infierno se hubieran abierto, y la placa que me han instalado en la puerta contiene una falta de ortografía. Por lo que veo, en esta dimensión– continuó la bella– el decorador se llama Hermoafricante, ha instalado una piscina en el despacho, y el timbre suena como un arrebato místico en un convento de clausura en el que las monjas lleven ayunando treinta y cuatro cuaresmas. Además, la falta de ortografía de la placa es diferente...– continuó hilando la detective–. ¡Cada universo es una variante del otro!– concluyó Adalaura con un deje de terror en la voz.

–Efectivamente, pero se te olvida un detalle– replicó Roberto–. Tu nombre es el mismo en los dos universos, la Adalaura de esta dimensión se llama igual que tú, y de hecho es idéntica a ti, lo que no ocurre con los demás personajes. ¿Te das cuenta de lo que esto significa?– aulló el muchacho en un paroxismo de decibelios, ya que mientras hablaba se habían desatado los coros celestiales con su dulcísimo son, y no había forma humana de hacerse escuchar en aquel despacho.

–¿Qué significa qué?– bramó como una mula Adalaura, por los mismos motivos.

La pregunta, por desgracia, quedó sin respuesta, pues el visitante que se había anunciado con los coros angélicos había hecho su aparición en el despacho. Y no estaba de buen humor, precisamente.

–¡Roberto, como siempre, perdiendo el tiempo!– masculló el personaje en cuanto entró en la estancia–. ¡Deja de intentar ligarte a todas las clientas y trabaja un poco, o probarás la persuasión de mi látigo!

–Pero Hermo, si yo ya…– alcanzó a protestar débilmente el mozo.

–¿Todavía sigues aquí?– gritó el que Adalaura había ya identificado como Hermoafricante–. ¡No me hagas echarte a patadas, gusano! ¿Es éste el agradecimiento que cosecho por haberte sacado del arroyo, por haberte rescatado de aquel orfanato de pesadilla en el que la mayoría de los internos acababan siendo vendidos como esclavos para las minas de sal?– se exasperó el melodramático decorador, que a la sazón vestía un abrigo de cuero negro hasta los pies y llevaba en la mano una fusta y un látigo corto que parecía dispuesto a usar en cualquier momento.

–¡Perdón, Hermo, te suplico que me perdones!– gritó Roberto, abalanzándose a besar los pies de Hermoafricante.

–¡Y tú, hembra mezquina y súcuba!– se dirigió esta vez el sádico decorador a nuestra protagonista–, ¿a qué esperas para arrodillarte ante tu amo en señal de sumisión y respeto?

–¿Arrodillarme yo?– replicó Adalaura, muy chula–. Ya puedes esperar sentado, guapito de cara.

Hermafrodante puso cara de no poder creer lo que estaba oyendo. Pareció incluso que el aire le faltaba, pero pronto se recuperó y exclamó, con voz trémula:

–¡Por fin una real hembra, una mujer de pies a cabeza, una dama capaz de ponerme en mi sitio! Desde este momento soy vuestro más humilde esclavo, señora, no tengo más voluntad que la vuestra, y mi único afán en esta vida es que me permitáis serviros sin esperar nada a cambio– dijo sin respirar el sorprendente decorador.

–Pues sí que estamos bien…– rezongó Adalaura poniendo cara de fastidio–. Bueno, pues ya que insistes en ser mi esclavo, mi primera orden es que salgas a la entrada del despacho y que me esperes allí.

–Señora, vuestro más mínimo deseo es más que una orden para mí, es mi única razón para existir. Gracias, señora, por permitirme serviros– se alejó por el pasillo el exageradísimo decorador.

–Sí que sois ratitos en este universo, hijo mío– le dijo Adalaura a Roberto, que seguía de rodillas.

–Este es un universo muy sadomasoquista, esa es la verdad– dijo Roberto, incorporándose–. Todo el mundo está buscando ser amo o esclavo de alguien, y así no nos aburrimos nunca.

–Y hablando de aburrirse– continuó Adalaura–, que yo sepa nadie te ha dado permiso para levantarte, miserable basura.

–No cuela, bonita– replicó el mozo–. Las bellas aventureras interdimensionales no pueden esclavizar a los demiurgos, es la primera regla de los saltos cósmicos.

–No sé quien ha dictado esa regla, pero se me ocurre dónde podría meterse todo un decálogo tallado en mármol– suspiró, decepcionada, Adalaura–. Por cierto, ¿esa historia del orfanato es cierta? Menuda infancia debiste pasar, pobrecito.

–Todo falso, tranquila– sonrió Roberto–. Ya te he dicho que este universo es sadomasoquista, pero además es numerero y dickensiano.

–Una combinación encantadora, ya veo– suspiró Adalaura.

–Ah, y se me olvidaba– añadió el bello demiurgo–, también somos muy inconstantes y exagerados. Nos entregamos de una manera total, pero la entrega nos dura un suspiro.

–Vamos, que ese anormal de ahí fuera puede entrar en cualquier momento blandiendo el látigo y queriendo dominarnos a los dos– dedujo Adalaura.

– Sí, ya me extraña que tarde– se relamió Roberto, al que era evidente que le iba la marcha. 

– Pues más vale que nos demos prisa y tomemos la iniciativa. ¡Repugnante mierdecilla, ven aquí inmediatamente!– gritó Adalaura, con voz de malas pulgas, encantada de lo bien que se le daba la cosa de la dominación–. Y tú, más te vale que me expliques tu plan en un minuto, o igual pruebo a saltarme la regla cósmica y te torturo salvajemente.

–Mira cómo tiemblo...

Diez minutos después, Hermoafricante estaba atado como un embutido, aunque con bastantes más muestras de satisfacción que ningún salchichón, artesano o de marca, y Roberto había conseguido exponerle a Adalaura las líneas principales de su plan, lo que fue bastante fácil, ya que el plan no tenía más que una línea, que consistía en ir dando saltos cósmicos hasta ver si averiguaba algo útil en alguna dimensión remota.

–Nene, tú serás un demiurgo con tipazo– se enfadó Adalaura–, pero ideando planes he visto yo hornos microondas con más talento. ¿Cómo me voy a poner a dar saltos cósmicos sin más? ¿Quién sabe a qué dimensiones hostiles puedo ir a parar? Y además, no he traído ni una muda limpia.

–Pues no se me ocurre otra cosa, ya lo siento. Las pruebas para ser demiurgo eran exclusivamente físicas, y esas las supero sin problema. Pero la cosa intelectual no es lo mío, la verdad– se sinceró Roberto. 

Hermoafricante, que hasta entonces había permanecido silencioso gozando como un camello de sus ataduras, comenzó a emitir gemidos, lo que indicó a detective y demiurgo que el sorprendente decorador tenía algo que decirles. Tras retirarle la monstruosa mordaza que le impedía articular palabra, y tras los diez minutos que dedicó a agradecerle a Adalaura sus torturas, vejaciones, humillaciones, flagelaciones y momificaciones, y que a Adalaura se le hicieron eternos porque ella era, básicamente, una chica sencilla, Hermoafricante por fin se centró en el tema.

–Mi señora, mi dueña, mi vida, creo que puedo ayudaros– manifestó el zalamero decorador, todo humildad y melindres–. Sé muchas cosas sobre los saltos cósmicos, muchas más de las que pueda imaginar.

–Estupendo, pues cuéntamelas todas– replicó la moza–, pero para ello creo que será mejor que abandonemos esta viciada relación de poder y establezcamos una nueva en la que los dos nos tratemos de igual a igual, sin dominación ni sumisión.

–¿Sin dominación ni sumisión?– se desilusionó Hermoafricante–. Pues vaya rollo. Roberto, ¿nos lo montamos sin este petardo?


Aquello fue demasiado para la pobre Adalaura, que amenazó muy en serio con suicidarse ahogándose en la piscina del pasillo y matar a mordiscos a todos los delfines si alguien hacía el más leve intento de montárselo con alguien. Hermoafricante, que sentía un afecto bastante sospechoso por los adorables cetáceos, accedió a relatar todo lo que sabía sin intentar dominar ni someter a nadie al menos durante un cuarto de hora.

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