La niña de hojas

El primer cliente

Y allí estaba, efectivamente, Adalaura, establecida, con su despacho decorado por el hombre invisible, y con una placa surrealista en la puerta. Decidió que nada la iba a deprimir, así que a la mañana siguiente, a una hora prudencial cercana al mediodía, tras haber madrugado y haber dedicado varias horas a su toilette, Adalaura se sentó por primera vez en su despacho y se dispuso a esperar a su primer cliente. Estaba segura de que no tendría que esperar mucho, y que pronto estaría ocupada en varios casos, a cual más emocionante. A los diez minutos se había trasegado dos whiskies (Adalaura había dado gracias a los dioses al comprobar que la mesa de su despacho era a su vez un coqueto mueble-bar), iba por el tercero, y maldecía su suerte, su futuro, su decisión de ser detective, y de paso, su elección de ropa interior para la jornada, que la tenía incomodísima y sin encontrar postura. Estaba a punto de prorrumpir en desgarradores sollozos, mesándose al tiempo la cabellera, cuando un horrísono ulular la dejó literalmente seca, ya que de la impresión se bebió el tercer whisky de un trago. Convencida de que las puertas del infierno se habían abierto, estuvo a punto de arrepentirse de todos sus pecados, pero, como chica racional que era, en un momento comprendió que el escalofriante sonido no era otra cosa que el timbre de la puerta que Hermafrodante, en otro de sus alardes creativos, había instalado. Adalaura escondió el vaso, recompuso su sonrisa, cruzó las piernas con insinuante coquetería, se perfumó sutilmente, desabrochó un botón más de su blusa, y, finalmente, accionó el botón del pulsador que estaba sobre la mesa, y que Hermafrodante había etiquetado convenientemente con un pequeño rótulo que decía: "Puerta". Había tres botones más sin ningún tipo de etiqueta, lo que había dejado perpleja a Adalaura cuando los vio, así que hizo nueva una anotación en su ya nutrida libreta mental de preguntas para el singular decorador. 
Precisamente fue Hermafrodante el que hizo su aparición en el despacho, aunque Adalaura no le reconoció inmediatamente, pues el estiloso decorador lucía un traje de raso fucsia, corpiño a juego con incrustaciones de pedrería, peluca platino cardada talla XXL, y maquillaje suficiente para camuflar a todo un regimiento de marines especialmente feroces. 

–Hermafrodante, ¿eres tú?– preguntó la estupefacta detective, que había olvidado de repente todas las dudas y reproches que pensaba hacerle al decorador a la primera ocasión.
–Pues claro que soy yo, ¿quién quieres que sea?– repuso él, ahuecándose la peluca–. Cierra esa boquita, princesa, te tengo dicho que enseñar diente no es lo tuyo– continuó él–. Iba de camino al baile anual de disfraces de la Asociación de Decoradores, y he pensado darme una vuelta por aquí para ver cómo había quedado todo, pero ya veo que todo está perfecto.
–¿Un baile de disfraces a las doce y veinte del mediodía?– consiguió rehacerse Adalaura–. Por cierto, llevo tres días llamándote y dejándote mensajes completamente desesperados.
–El baile es esta noche– repuso él con cara de venerable maestra a punto de transformarse en asesina en serie–, pero me he puesto el traje desde por la mañana para acostumbrarme a él y lucirlo con toda soltura: la caída es fundamental. Es curioso lo de tus mensajes, no he recibido ninguno, pero de todas formas, no importa, porque estarás encantada con el resultado– continuó Herma sin respirar–, he conseguido darle un cierto carácter a este cuchitril, creo que varias revistas de decoración se pondrán en contacto contigo en las próximas semanas, quieren hacer reportajes a todo color, yo no descartaría una visita a una buena peluquería, la necesitas desde hace tiempo...

Como de costumbre, Hermafrodante había empezado a moverse mientras hablaba, con lo que el final de la frase se perdió por el pasillo, y Adalaura creyó entender algo relacionado con comprobar el revestimiento interior del armario de la entrada. Demasiado agotada para seguir al decorador, permaneció sentada, y escuchó cómo se le cerraba la puerta del armario. No se dio cuenta de que su codo, que se apoyaba lánguidamente sobre la mesa, estaba pulsando uno de los tres botones sin identificar. A continuación oyó a Hermafrodante salir del armario lanzando maldiciones, y supuso que se le estaba haciendo tarde para el baile, y por eso no había vuelto a despedirse. Las dudas de Adalaura tendrían que esperar mejor ocasión para ser resueltas.
Aún resonaban las maldiciones, proferidas, por cierto, con una voz y una intensidad extrañamente masculina y barriobajera tratándose de nuestro decorador favorito, cuando las puertas del infierno volvieron a abrirse con su horrísono ulular de almas condenadas, y Adalaura, al borde de un ataque al corazón, comprendió que por fin iba a conocer a su primer cliente.
Tras recomponerse nuevamente escote y sonrisa y pulsar el botón de la puerta, escuchó un decidido taconeo por el pasillo. "Como sea otra vez Hermafrodante, me saco un zapato y se lo meto en la cabeza", pensó la dulce detective, antes de quedarse, una vez más, boquiabierta, al comprobar quién iba a ser, al fin, su primer cliente.

–¿Es usted Adalaura Sánchez y Sánchez, la detectiva privada?– preguntó con voz lánguida la escultural mujer que había aparecido en su despacho.
–¡Funchi Salamber!– acertó a articular, con estrangulada voz, la atónita detective.
–En cuerpo y alma– respondió la dama–. Y ahora que somos prácticamente íntimas, ¿podría servirme una copa, por favor?.

Qué se podía decir de Funchi Salamber que todas las revistas ilustradas no dijeran constantemente. Icono de estilo, mujer hecha a sí misma, musa de artistas, depredadora sexual… Funchi aparecía en todos los formatos de la crónica rosa, escandalizando y enamorando cada día, protagonizando rumores, emitiendo comunicados, cambiando de amante tan a menudo como de marido, capaz de encadenar días de juerga y excesos de todo tipo y tener siempre el aspecto de acabar de arreglarse para un baile de debutantes en el palacio arzobispal.

–Qué encantador despacho tiene, querida– rompió el hielo Funchi, una vez que había dado buena cuenta del trago que Adalaura le había servido–. Realmente coqueto, funcional y muy femenino a la vez. 
–Muchas gracias, realmente no sé que decir…
–No se preocupe, no tiene que decir nada– continuó ella–. En realidad, me corresponde hablar a mí, explicarle el motivo de mi presencia hoy en su despacho.
–¿No tendrá algo que ver con EL TURBIO ASUNTO DE LA DESAPARICIÓN DE SU CUARTO MARIDO Y SU TERCER AMANTE?– dijo Adalaura, que prácticamente estudiaba todas las informaciones que sobre Funchi aparecían en los medios de comunicación.
–Le agradecería que no se excediera con las mayúsculas, señorita Sánchez– replicó Funchi con una sombra de fastidio en la voz–. El asunto, como usted misma ya ha mencionado, es bastante turbio de por sí como exagerarlo con efectos de dudoso gusto.
–Le ruego que me disculpe, señorita Salamber– agachó la cabeza Adalaura–, por un momento me he dejado llevar, pero le aseguro que mis intervenciones a partir de este momento serán sobrias y ajustadas al tema.

Funchi dejó escapar un pequeño suspiro, mientras pensaba que, por lo menos, el whisky era bueno, y continuó hablando:

–En realidad, querida, y abusando tal vez de esta enorme confianza que nos profesamos, le pediría que sus intervenciones se redujeran hasta igualarse a cero. Vamos, que se calle y me escuche. ¿Será usted capaz?

Adalaura tan solo se atrevió a asentir tímidamente. Funchi sonrió, complacida, y comenzó su relato.
–¿Cuándo comenzó todo? ¿Cuándo comienza una historia? ¿Debería hablarle de la tímida jovencita que, cargada de ilusiones, se inscribió un día en un inocente concurso de belleza, no sin antes haberse acostado con todos los miembros del jurado y con tres de sus esposas? ¿O tal vez de la prometedora estrella de la televisión que se negaba a ser encasillada como presentadora de concursos telefónicos de dudosa legalidad? ¿O de la joven y desconsolada viuda, juzgada en todos los platós por la repentina, e inexplicable hasta la fecha, muerte de su primer marido, del que heredó una obscena cantidad de millones? ¿De la mujer que ha buscado el amor a través de cuatro matrimonios para acabar encontrándose siempre sola y tan vacía como este vaso de whisky que, contraviniendo todas las leyes de la hospitalidad, se obstina usted en no rellenar?

Adalaura, sobresaltada,  se apresuró a servir una generosa cantidad de licor a la expansiva estrella, murmurando mil disculpas e intentando, de paso, centrar un poco la conversación.

–Verá, señorita Salamber, nada me haría más feliz que escuchar de su viva voz el relato completo de sus apasionantes memorias, pero si pudiera usted ser un poco más concreta, tal vez podríamos celebrar las próximas fiestas navideñas en casa en lugar de permanecer hasta entonces en este despacho.
Funchi se bebió de un trago casi todo el contenido del vaso que Adalaura, acababa de servirle, la miró con los ojos entrecerrados, y exclamó: 
–Me gusta tu estilo, mona, desde ahora llámame Funchi– apuró el vaso la megaestrella–. ¿Te importa que yo te llame puta?

Resultaba evidente que los dos whiskys que Adalaura le había visto beber no eran los primeros que Funchi había ingerido aquella mañana.

–Creo que voy a guardar esta botellita, con tu permiso, para que no se me caiga si salto por encima de la mesa y te tiro del moño– replicó Adalaura, un poco hastiada de las extravagancias y los excesos verbales de Funchi.
–Querida, querida, hemos empezado con mal pie– dijo Funchi, muy conciliadora, tras beberse el café bien cargado que Adalaura le había obligado a ingerir–. Propongo una breve pausa de carácter femenino para retocarnos un poco, a ti te hace bastante falta, por cierto. Una vez recompuestas, la conversación volverá a fluir y nuestra amistad quedará sellada para siempre. No me opondría a rematarla con un rollo en plan lésbico, pero es opcional. Por cierto, ¿es cosa mía o de pronto la habitación se está llenando de humo? Tengo el número de varios bomberos en marcación rápida en el móvil, así que si es necesario, puedo organizar un rescate en toda regla.
–No será necesario, tranquila– dijo Adalaura, deseando que a Hermafrodante se le clavasen todos los alambres del sostén en sus partes más íntimas–. Se trata tan solo de un efecto decorativo ideado por mi diseñador de interiores, pero es evidente que necesita ciertos ajustes. 
–Me da la sensación de que es el decorador el que necesita ciertos ajustes, y no pequeños precisamente– apostilló Funchi, estableciendo una gran complicidad con Adalaura, complicidad en la que profundizaron durante la media hora que emplearon en ventilar la oficina y administrarse el retoque que había mencionado la estrella.

–Y ahora, querida, vamos al grano– retomó Funchi su relato–. Cuéntame todo lo que sabes, o crees saber, sobre el TURBIO ASUNTO, como tú misma y toda la prensa de este país lo habéis llamado.
–No es mucho, en realidad. Sé que se trata de la desaparición simultánea de Bernardo Urbánez-Dorostegui, tu cuarto marido y Leocadio Giménez-Barreda, tu tercer amante, y que hay que tener presente que la cuenta de los amantes empieza en cada temporada– se embaló Adalaura–. Básicamente, hay dos corrientes de opinión al respecto: la primera afirma que te los has cargado a los dos, a tu marido por su dinero y a tu amante por tu capricho, y la otra sostiene que los dos se han liado entre ellos, han huido a algún paraíso tropical, y desde allí conspiran para destrozar tu carrera y hundirte en la miseria.
–Veo que, efectivamente, tu conocimiento del asunto es somero y superficial– ironizó Funchi–. ¿Y tú, por cuál de las dos opciones te decantas?
–La verdad es que yo he creado mi propia corriente de opinión, aunque me esté mal el decirlo– se ahuecó Adalaura–. Yo creo que las dos opciones son correctas, es decir, que Leopoldo y Bernardo se liaron entre ellos y que tú te los cargaste a los dos.

Un silencio cargado de tensión llenó el despacho, más denso que el humo de la máquina de Hermafrodante.

–¿Funchi Salamber, la gran comunicadora, se ha quedado sin palabras, tal vez?– inquirió Adalaura, poniendo cara de detective.
–Esperaba pacientemente a que dejaras de decir estupideces, pero veo que has tomado carrerilla y va a ser difícil detenerte– replicó, gélida, Funchi.
–¿Por qué no me cuentas tú lo que pasó en realidad y qué es lo que quieres de mí?– se impacientó Adalaura–. Y no me vuelvas a salir con lo del rollo lésbico o te doy dos guantazos. Con mis rollos lésbicos soy muy seria.
–Bien, para resumirlo en términos que hasta alguien como tú sea capaz de comprender, diré que la verdad es que no sé dónde están esos dos mentecatos, y que, francamente, cuanto más tarden en aparecer, juntos o separados, mucho mejor. Desde que han desaparecido me encuentro más relajada, he perdido dos kilos, y las copas me sientan mejor. Por desgracia– continuó Funchi, en plan súper sincero– no puedo decir esto en público, y ni que decir tiene que si tú te atreves a decirlo, convertiré tu vida en un infierno. Y aquí es donde tú entras en escena.
–Te conozco escasamente hace una hora, y ya me he dado cuenta de que eres capaz de transformar la vida de cualquiera en un infierno, Funchi querida– se insolentó Adalaura–, pero la verdad es que sigo sin poder imaginarme en qué te puedo ayudar.
–Mujer abandonada, marido y amante desaparecidos, detective privado…tampoco es que haga falta ser un prodigio de inteligencia para saber qué es lo que quiero– se impacientó Funchi.
–Pero si resulta que la mujer en cuestión acaba de confesar que le importa un pimiento dónde estén marido y amante, el papel de la detective queda un tanto diluido, así que tú me dirás– sentenció, tajante, Adalaura.
–Querida, una detective experimentada como tú (a Adalaura se le atragantó el chicle) sin duda sabrá que lo que le dicen sus cliente es totalmente confidencial y que no tiene que trascender al gran público. Por supuesto que no me importa una higa dónde estén Leopoldo y Bernardo, y que no tengo el menor interés en que los encuentres. Pero eso, tontina, no tiene por qué saberlo nadie, ¿no te parece?– se insinuó Funchi–. Será nuestro pequeño secreto.
–En resumidas cuentas, que lo que quieres es que finja de cara a la galería que estoy buscando a tus hombres, aunque en realidad no los busque ni por equivocación. Que me transforme en un juguete más de tus torticeras maquinaciones. Que me olvide de la ética, del código deontológico y hasta del de Hammurabi, solo por el dinero.
–Qué encantador resumen, qué capacidad de síntesis la tuya, pero recuerda que no sería solo por dinero. Como detective trabajando para mí en un caso semejante,  te convertirías inmediatamente en una figura mediática. ¿Qué me dices? ¿Estás dispuesta a vender todos tus principios por pura avaricia y por el relumbrón de la efímera fama? ¿Aceptas el caso?– preguntó por fin Funchi.
–¡Acepto! ¡Acepto el caso!– se entusiasmó Adalaura, con un tono cuasi orgiástico.
–¿Y la ética y el código y todo el discursito de hace un momento?– se extrañó Funchi con un puntito de ironía.
–Era de una obra que hice en el grupo de teatro del instituto– se sinceró Adalaura–. Eso del código deontológico siempre me ha sonado a club de dentistas pederastas.

Establecida ya la relación entre detective y cliente sobre unas bases tan sólidas, las dos hermosas concretaron los siempre vulgares detalles monetarios y se despidieron en los mejores términos, intercambiando teléfonos, correos electrónicos y todo tipo de identidades sociales con las que estar al tanto de todos los detalles de la vida y milagros de la otra. Cuando Funchi por fin salió, Adalaura la escuchó alejarse por el pasillo, equivocarse de puerta, y meterse en el armario de la entrada. Cuando ya se levantaba para ayudar a su clienta, recordando que ya Hermafrodante se había quedado momentáneamente encerrado en el dichoso armario, y preguntándose si no estaría asistiendo al comienzo de una tradición milenaria, la oyó salir maldiciendo en tres idiomas y perderse al fin por las escaleras, así que supo que su intervención no era necesaria. 

Adalaura pensó servirse un whisky, pero Funchi había agotado las reservas del mueble bar, así que se contentó con quedarse sentada fumándose un cigarrillo imaginario. Poco después salió ella misma por el pasillo, y al ver la entrada desde esa perspectiva, se dio cuenta de que la puerta del armario y la de la salida eran prácticamente idénticas, y además estaban colocadas una junto a la otra, por lo que la confusión de Funchi era fácil de explicar. Con una sonrisa divertida, entró ella misma en el armario, tal vez para comprobar qué habían sentido Funchi y Hermafrodante al verse de pronto encerrados en él.
Es difícil explicar lo que Adalaura experimentó dentro del armario. Tal vez el aire vibró de inquietante manera, tal vez una violenta sacudida eléctrica agitara sus castigados nervios, puede que la luz adquiriese por un instante un inusitado brillo, puede incluso que la atónita detective sintiera un mareo, una náusea, un no sé qué. Lo cierto es que de inmediato sospechó que algo había alterado las coordenadas espacio-temporales, y así lo manifestó en voz alta, diciendo:

–Qué extraña y perturbadora sensación estoy experimentando. ¿Se habrán alterado acaso las coordenadas espacio-temporales? Sería un verdadero fastidio, pues tengo hora en la modista–. La pobre era redicha hasta para cambiar de dimensión. 

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