Thank heavens for little girls...

La agencia de Adalaura

El despacho estaba situado en un piso cualquiera de un edificio cualquiera de una ciudad cualquiera. "Vamos, el despacho de una cualquiera", pensó Adalaura la primera vez que visitó el pequeño local con intención de alquilarlo. Por eso su primera visita, tras firmar el contrato de alquiler, fue a su interiorista de guardia. Adalaura le llamaba así porque en más de una ocasión le había sorprendido en amorosa actitud con uno o varios miembros de casi todos los cuerpos de seguridad del estado y de varias empresas privadas. La visita de Adalaura, sin embargo, no fue para encargarle la decoración del despacho, sino para prescindir fulminantemente de sus servicios, porque resultó que en su primera investigación, todavía en prácticas, había descubierto que Hermafrodante, que así se hacía llamar el artista, no solo no había terminado el Master en Feng Shui de la Universidad de Oxford cuyo diploma, evidentemente falsificado, colgaba de la pared de su estudio, sino que su única relación con la prestigiosa institución era un turbio episodio en el que se vieron envueltos un número indeterminado, no menor de diez, de componentes de su equipo de remo.
Pero Adalaura no llegó a despedir a Hermafrodante, porque cuando llegó a su oficina, resultó que el pobrecillo tenía un día malísimo, con varias clientas de la alta sociedad cancelando sus encargos por pretextos tan frívolos como haberle encontrado en el jacuzzi con sus maridos, con lo que nuestra intrépida detective acabó ejerciendo de paño de lágrimas y encargándole, por fin, la decoración de su despacho al atribulado artista, cuya atribulación, dicho sea de paso, desapareció por arte de magia cuando Adalaura le entregó un cheque con el anticipo de sus emolumentos. En menos que canta un gallo, Hermafrodante le había pergeñado un boceto lleno de muebles estilo imperio y hornacinas con vírgenes, pero el gesto de horror de Adalaura le indicó que no era ese el camino artístico que se sentía inclinada a recorrer. Total, que decidieron en un momento que lo mejor era el minimalismo, así que Hermafrodante decidió comprar cuatro tonterías en Ikea que le cobraría a Adalaura a precio de oro, haciéndole creer que eran creaciones exclusivas de un diseñador finlandés que era la gran esperanza blanca del diseño. Y Adalaura se quedó encantada. 
–En cuanto traigan los muebles y me coloquen la placa que he encargado para la puerta, inauguro el despacho, y a forrarme –dijo ella, muy ufana. 
El despacho en cuestión tenía una disposición curiosa: tras la puerta de entrada, de madera antigua, había un exiguo recibidor en el que apenas había sitio para un perchero y un paragüero, que Hermafrodante ya tenía convenientemente ubicados, contextualizados y sobrevalorados. En el recibidor había dos puertas: una abría un minúsculo armario, y la otra conducía a un pasillo, anormalmente largo y estrecho, que, tras doblar en ángulo recto a la izquierda, llevaba al despacho, propiamente dicho. A Adalaura le hubiera encantado contratar a una oxigenada secretaria que se limase las uñas a todas horas y que recibiera a los clientes, pero dadas las dimensiones del espacio, la presencia de la secretaria y de su mesa (cuyo estilo también tenía Hermafrodante proyectado) hubiera hecho prácticamente imposible el acceso de cualquier persona, cliente o amante al interior de la oficina. Ninguno de los dos descartó en un principio la posibilidad de meter a la oxigenada en el armarito, pero realmente se exponían a demandas millonarias por parte del sindicato de secretarias, dadas las pésimas condiciones de salubridad en las que tendría que desempeñar sus funciones.
–Herma, dulzura– dijo Adalaura,  que así solía llamar al diseñador, –me parece que me quedo sin secretaria, qué fastidio, con la ilusión que me hacía. 
–Addy, tesoro– respondió el amoroso artista –, sabes que no me gusta oírte hablar así. No debes renunciar a tus sueños, a tus ambiciones, querer es poder, el cielo es el límite.
–Herma, dearest, ¿lo de ser tan redicho es de nacimiento o es de algún accidente que tuviste en la infancia?
–Addy, sweethart– respondió, alzando un grado la ceja izquierda, el interiorista –, si quieres que nos remontemos a la infancia, podemos dedicar las próximas tres horas a hablar de las veces que el tutor del colegio te sorprendió sin ropa interior en el vestuario de los chicos.
–Herma, darling– repuso la detective, utilizando su tono de voz glacial nº 3, que siempre le había proporcionado grandes satisfacciones –, sabes perfectamente que nunca se pudo probar nada. Y también sabes que no fue ese tu caso, así que propongo que de inmediato dejemos este desagradable tema y nos concentremos en  lo verdaderamente importante. 
Aplacada la tormenta, prosiguieron en silencio su marcha hacia el fondo del despacho. Hermafrodante, en cuanto entró en la habitación, la encontró llena de posibilidades:
–Una chaise-longue, Addy, no lo pienses más. Tapizada en cuero, con una lámpara exclusiva al lado, para que tus clientes te abran su corazón y puedas ayudarles con todos sus inconfesables traumas infantiles.
–Herma, cosita –terció la detective, con la ceja izquierda rozándole el cogote–, tengo la sensación de que no tienes muy clara la distinción entre una agencia de detectives y la consulta de un psiquiatra, cosa que no deja de sorprenderme, dado tu historial, tan proclive a verte enredado con ambos gremios, perseguido por unos, medicado por otros.
–Hija, pues sí que tenía razón tu amiga Tatay al decirme el otro día que las molestias premenopausicas te ponían de un humor de perras. Si vas a insultarme cada vez que te haga una sugerencia, me limitaré a partir de ahora a guardar un digno silencio lleno de serenidad y a darte la razón en todo.
La mejor sonrisa de Adalaura selló de nuevo la paz con el interiorista, que continuó derrochando su talento:
–Bueno, qué le vamos a hacer, nada de chaises-longues, pero el tapizado en cuero es irrenunciable, honey, te pongas como te pongas. Un sillón en cuero envejecido, un escritorio de madera, un teléfono antiguo– enumeró Herma, repasando mentalmente todas las baratijas que había rescatado el día anterior del contenedor de una obra–, verás qué ambientazo de película en blanco y negro te organizo yo en un dos por tres. Por cierto, cielo, ¿tú fumas?
–¿Yo? No, ¿por qué?
–Vaya, qué lástima. El humo del tabaco le daría al conjunto un toque de autenticidad verdaderamente delicioso. Pero no te apures, podemos simularlo con una máquina de humo como las que usan en el teatro, y el efecto es el mismo. Voy a ponerme a tomar medidas ahora mismo para poder empezar cuanto antes...

Hermafrodante dijo estas últimas palabras alejándose por el pasillo, por lo que a la pobre Adalaura, que se había quedado paralizada al escuchar que su creativo amigo pretendía instalarle una máquina de humo en el despacho, no le dio tiempo a preguntarle si lo decía en serio o todo era un efecto secundario de su adicción crónica a los inhaladores nasales. Y se quedó sin averiguarlo, porque justo en ese momento, comenzó a sonar su móvil. Tras recomendarle una buena autopsia a la teleoperadora que le ofrecía, con cadencioso y tropical acento, varias ofertas imposibles de rechazar, salió detrás de Hermafrodante, para, nunca mejor dicho, bajarle los humos. Pero el saleroso decorador ya no estaba a la vista: espoleado por la musa, se había perdido escaleras abajo. Adalaura, que en sus relaciones con el género humano era en general poco optimista, sabía perfectamente que cuando se trataba de Hermafrodante lo más práctico era ponerse directamente en lo peor, así que se resignó a pelearse con varias docenas de operarios dispuestos a instalar todo tipo de maquinarias absurdas en su pequeño despacho. 

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