Pequeñas niñas sabáticas

El diablo está en los detalles.

Hermafrodante era lo que podríamos definir como un chico accesible. Saltaba grácilmente de conversación en conversación, de proyecto en proyecto, y aseguraba que no podría vivir sin sus dos teléfonos con conexión permanente a internet. Era la salsa de varias redes sociales, moderador de foros, instigador de tendencias y promotor de causas benéficas o maléficas, dependiendo del día de la semana y de la conjunción astral. Pero toda su accesibilidad desaparecía por ensalmo en cuanto firmaba un contrato y cobraba el siempre sustancioso anticipo. Cualquier intento de sus clientes de encontrarle a partir de ese momento era inútil: simplemente Hermafrodante no estaba. Ferviente darwinista, seleccionaba naturalmente los mensajes que le interesaban e ignoraba, también con gran naturalidad, todos los demás. Y, definitivamente, los mensajes de sus clientes no le interesaban un pimiento. Su maquinaria se ponía en marcha y el temperamental artista no tenía un momento libre para atender a sus clientes, obstinados en protestar por los detalles más nimios. No, Hermafrondante se tomaba su proceso creativo muy en serio, y se negaba a comprometer su integridad cambiando un solo fleco de una cortina, o teniendo que modificar un diseño por no haber incluido puerta de acceso a un cuarto de baño.
Por todo ello, Adalaura no pudo localizarlo ni hablar con él en los días siguientes, y tuvo que limitarse a asistir, impotente, al desfile de operarios que tomaron su despacho al asalto, y que, sabiamente aleccionados por Hermafrodante, no hacían el menor caso de las múltiples quejas de Adalaura.
–Yo soy un mandado, señorita– repetían todos, a modo de mantra. 
–Eso, casi mejor, háblelo usted con el jefe– le decían a veces, más que nada por variar un poco el texto.
Adalaura decidió, previsora, guardar para mejor ocasión el ataque de ansiedad que le estaba apeteciendo tener, y se sentó en la escalera, poniendo mentalmente nota al trasero de todos los trabajadores que iban pasando por su despacho. Cuando se dio cuenta de que ninguno bajaba del notable, no pudo evitar alabar los criterios de selección de Hermafrodante, sin duda rigurosísimos. 
Absorta como estaba en la máxima calificación que acababa de conceder a uno de los hombres, no se dio cuenta de que le estaba hablando.
–Señorita, que dónde quiere que se la ponga– le decía el mancebo.
–¿Perdón?– musitó ella, sobresaltada.
–La placa, señorita, la placa. Que le traigo la placa que encargó, que dónde quiere que se la ponga. 
Resultó que el poseedor del sobresaliente trasero no era uno de los hombres de Herma, sino que trabajaba para la empresa a la que Adalaura había acudido un par de días atrás a encargar la placa para el despacho. Llegar hasta la sede social de la misma no había resultado tarea fácil, ya que Adalaura, en plan mujer ocupadísima, había garabateado los datos en un pañuelo de papel que acabó manchado de ketchup y mayonesa, y el taxista que la llevó juró en varios idiomas hasta localizar la dirección, tras reiniciar seis veces el GPS que se obstinaba en indicar que las coordenadas introducidas estaban situadas en un descampado de la provincia de Córdoba. Una vez allí, Adalaura mareó durante tres cuartos de hora al operario que la atendió, insistiendo en ver muestras de todas los materiales, formas y ornamentos posibles, hasta que quedó convencida de que el resultado estaría a la altura de la categoría de su despacho profesional. 

El mozo sacó sus herramientas y se dispuso a colocar la placa,  un poco más arriba, no tanto, un poco más a la derecha, cuidado que está torcida, ahí, sí ahí está bien. Todas estas indicaciones, por supuesto, fueron realizadas por Adalaura, y, teniendo en cuenta que la muchacha no apartó en ningún momento la vista del armonioso trasero del chico, ni aún cuando terminó su trabajo, recogió sus pertenencias y se perdió escaleras abajo, no es de extrañar que la detective tardara un rato en leer con calma el texto que figuraba en la placa. En cuanto lo hizo, fue ella misma la que corrió escaleras abajo detrás del obrero, para exigirle responsabilidades.

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