La niña ya no vive aquí

La placa de la discordia.

"Adalaura Sánchez y Sánchez
Detectiva Privada".
–¿Detectiva? ¿Cómo que detectiva? ¿Quién ha sido el homínido que ha escrito esto? –gritaba Adalaura, hecha una hidra.
–Cálmese, señorita, por favor, –respondía el mozo, sin despeinarse y como mirando al tendido–. Yo ahora mismo llamo a la central y le consulto esta duda que me plantea.
–¿La central es ese almacén infecto del polígono al que fui a hacer el encargo? Milagro me parece que tengan teléfono en ese barracón– respondía ella, cada vez más indignada.
–No se apure, que llamo al bar de enfrente, y si no están allí les guardan el recado para cuando vayan a almorzar.
Veinte minutos de llamadas, mensajes cruzados de todo tipo, cientos de comentarios en varias redes sociales, y cachondeo sin límites del mozo, que cada vez se esforzaba menos por disimular, acabaron por agotar a la pobre Adalaura, que optó por despedir al chico con cajas destempladas, amenazándolo con todo tipo de acciones legales y unas cuantas ilegales que incluían entrar en tratos con alguna mafia del este para quemarles el local, a ser posible con todo el personal dentro. 
Tras pasar otros veinte minutos recomponiéndose maquillaje, peinado y escote, todo bastante arrasado tras el incidente, se fumó un cigarrillo imaginario (Adalaura había dejado de fumar, pero en momentos de crisis, aún se encendía un pitillo en su imaginación), y se sentó a evaluar los daños.  En un momento de la refriega, el mozo, al que por cierto, el pantalón de trabajo, como no había dejado de observar Adalaura por muy exaltada que estuviera, le caía como un guante y le marcaba un trasero de lo más apetecible, le había mencionado algo de que la placa de marras, con su faltita de ortografía incluida, podía tal vez transformarse en un reclamo para clientas en busca de una investigadora privada especialmente concienciada con el feminismo y los problemas de género. Adalaura, un tanto verdulera, le había respondido que las clientas que se sintieran atraídas por una placa semejante lo que le traerían sería problemas de género bobo, y no era ese precisamente el tipo de casos con el que ella soñaba.
Pero ahora, ya más calmada (al pitillo imaginario había añadido tres whiskys absolutamente reales), empezó a pensar en lo que el muchacho (cuya chaqueta de trabajo había sido misteriosamente arrancada, tal vez por el viento, tal vez por los tres whiskys de Adalaura, y que lucía ahora, bendita imaginación, una sugerente camiseta) había dicho, y poco a poco se fue convenciendo de que el chaval podría tener razón. Una agencia de detectives sin ningún rasgo distintivo sería, simplemente, una agencia más, mientras que una agencia con una placa tan especial tal vez  tendría más posibilidades de sobrevivir en los turbulentos tiempos que atravesaban. La bellísima investigadora decidió servirse un cuarto whisky, que inmediatamente terminó de disipar todas sus dudas, y comenzó a hacer planes. Ya se veía con una agenda repleta de contactos que constantemente le encargarían investigaciones cuyos resultados contribuirían de forma significativa a la mejora de las condiciones de vida del planeta, la sostenibilidad de la vida oceánica, la erradicación de la explotación infantil, el fin del terrorismo internacional y la concordia entre los pueblos. Solo faltaba esperar y tener un poco de paciencia.

La paciencia, por desgracia, no era una de las cualidades que adornaban a la bella Adalaura. Su impetuoso carácter le había traído problemas desde el colegio privado en el que sus padres la matricularon, y que fue invitada a abandonar cuando la nenita, que a la sazón contaba ocho primaveras,  mandó a seis monjas a hacer gárgaras en una sola tarde. No le había ido mucho mejor en el centro público en el que acabó su etapa escolar, y, tras pasar por todos los programas para alumnos con necesidades educativas especiales, acabó sacándose el graduado en una escuela de adultos a la que acudía, pintada como una puerta, después de cerrar la caja del supermercado en el que encontró trabajo. 
–¿Usted cree que tengo posibilidades, profe?– le preguntaba Adalaura al director de la escuela en los cambios de clase.
–Infinitas posibilidades, señorita– respondía el director, que devoraba con la mirada la delantera de la muchacha de forma muy poco docente.

Obtenido el título elemental, la intrépida muchacha encontró rápidamente un camino al mundo profesional: una academia de su ciudad ofrecía un cursillo de introducción a la investigación privada, y allí se matriculó Adalaura, decidida a convertirse en una Miss Marple con extensiones. Por desgracia, a los pocos días comprobó que más le valía investigar qué había sido del dinero de su matrícula, porque la calidad de la enseñanza era nefasta, y cuando se presentó en las oficinas reclamando la correspondiente devolución, garantizada por contrato, a la secretaria le dio tal ataque de risa que se le saltaron tres empastes y los puntos de una cesárea reciente. De manera que Adalaura dio por perdidos sus ahorros y decidió sacar partido de lo único positivo que tenía el plan de estudios: las prácticas en una agencia de detectives. Y como la muchacha era dispuesta y esforzada, sus prácticas resultaron altamente satisfactorias para todos los miembros de la agencia, con lo que Adalaura se encontró en posesión de un título oficial que no servía oficialmente para nada, pero que le dio los ánimos que necesitaba para intentar establecerse por su cuenta.

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